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Un Cofrade Nuevo
José Antonio Dominguez Mateos
nene@jerez.es

Me dice Alberto, que es amigo mío gracias a Dios y cofrade y costalero gracias a un servidor (y a Dios, claro, sobre todo), que no entiende el tonillo pesimista de mis últimos artículos que escribo aquí, en LA TRABAJADERA. Que no hay uno, dice, que destile un poco de ilusión o positividad. Que él, que ahora se va iniciando en materia cofradiera, no ve motivos para ese derrotismo que exagero y del que abuso en mis escritos. Que no es para tanto, chaval, me dijo.

Y bueno. Me dice eso y yo me quedo sonriéndole, sin pronunciar una palabra. Con ternura. Casi con compasión. Triste. Yo fui así, me digo a mi mismo. Una vez yo tuve su mirada ilusionada, efervescente, optimista, exultante de quien tiene todo un mundo maravilloso que descubrir y en el que los defectos se esconden aún a sus ojos a la sombra de tantas cosas bonitas. Yo también fui cofrade nuevo. Y también, en su momento, discutí agriamente (aunque Alberto haya sido prudente y nunca se ha encendido en la defensa de su punto de vista) con aquellos que se esforzaron por mostrarme la cara más amarga de las cofradías, las piedras del camino, las espinas del rosal. La mierda. Y recuerdo mis ingenuos discursos contra aquellos a quienes yo acusaba entonces de derrotismo. Mi impotencia al ser incapaz de transmitirles la sensación interior que me empujaba al entusiasmo más irracional que dibujaba en mí unas cofradías libres de polvo y paja, sin problemas, sin maldades. Divinas. Con un futuro prometedor, basado, según mi ingenuidad, en un pasados que apenas conocía pero que ya consideraba glorioso de pura intuición. Incapaz de revelar la verdad, Mi Verdad, a quienes aún, inexplicablemente, no la conocían.

Me dice eso Alberto y le sonrío conmovido, entre la ternura y la compasión. Y mientras me pregunto a mi mismo que cuánto tardará mi amigo en borrar de sus ojos ese brillo. Cómo se lo borrarán. Quizá, reparo, sea alguna canallada sufrida en la propia Hermandad, entre hermanos. O puede que sea, quién sabe, al descubrir una de las múltiples contradicciones cofradieras que llevan a algunos a renegar de su propia Iglesia, o a desconocer los postulados que luego se apresuran a defender y abanderar en presencia de cualquier sacerdote, como si éste no oliera el tufillo a hipocresía que destila un cofradito sacando pecho sea en el tema que sea. O quizás tras haber sido costalero de algún capataz mediocre que, en el ejercicio pleno de su absoluta ignorancia, decidió desencantarlo para siempre. O por meterese tanto en las cofradías que, llegando a conocerlas tan bien, comprenda que son las limitaciones y errores de quienes las componen los mayores enemigos de esto que ahora empieza a amar tanto. O por todo a la vez, qué diablos. Y cuándo le ocurrirá eso, me pregunto preocupado. Tarde, espero. Muy tarde. O nunca. Puede que él tenga más suerte que yo y forme parte de una generación nueva de cofrades que pongan su ilusión y entusiasmo por delante y logren hacer de las cofradías un lugar fabuloso donde vivir la Fe y la Vida. Y cuando me digo eso a mi mismo, vuelvo a sonreir, conmovido, entre la ternura y la compasión. Con ese aire triste que no comprende Alberto. Todavía.


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