Me dice Alberto, que es amigo mío
gracias a Dios y cofrade y costalero gracias a un servidor
(y a Dios, claro, sobre todo), que no entiende el tonillo
pesimista de mis últimos artículos que
escribo aquí, en LA TRABAJADERA. Que no hay uno,
dice, que destile un poco de ilusión o positividad.
Que él, que ahora se va iniciando en materia
cofradiera, no ve motivos para ese derrotismo que exagero
y del que abuso en mis escritos. Que no es para tanto,
chaval, me dijo.
Y bueno. Me dice eso y yo me quedo sonriéndole,
sin pronunciar una palabra. Con ternura. Casi con compasión.
Triste. Yo fui así, me digo a mi mismo. Una vez
yo tuve su mirada ilusionada, efervescente, optimista,
exultante de quien tiene todo un mundo maravilloso que
descubrir y en el que los defectos se esconden aún
a sus ojos a la sombra de tantas cosas bonitas. Yo también
fui cofrade nuevo. Y también, en su momento,
discutí agriamente (aunque Alberto haya sido
prudente y nunca se ha encendido en la defensa de su
punto de vista) con aquellos que se esforzaron por mostrarme
la cara más amarga de las cofradías, las
piedras del camino, las espinas del rosal. La mierda.
Y recuerdo mis ingenuos discursos contra aquellos a
quienes yo acusaba entonces de derrotismo. Mi impotencia
al ser incapaz de transmitirles la sensación
interior que me empujaba al entusiasmo más irracional
que dibujaba en mí unas cofradías libres
de polvo y paja, sin problemas, sin maldades. Divinas.
Con un futuro prometedor, basado, según mi ingenuidad,
en un pasados que apenas conocía pero que ya
consideraba glorioso de pura intuición. Incapaz
de revelar la verdad, Mi Verdad, a quienes aún,
inexplicablemente, no la conocían.
Me dice eso Alberto y le sonrío conmovido, entre
la ternura y la compasión. Y mientras me pregunto
a mi mismo que cuánto tardará mi amigo
en borrar de sus ojos ese brillo. Cómo se lo
borrarán. Quizá, reparo, sea alguna canallada
sufrida en la propia Hermandad, entre hermanos. O puede
que sea, quién sabe, al descubrir una de las
múltiples contradicciones cofradieras que llevan
a algunos a renegar de su propia Iglesia, o a desconocer
los postulados que luego se apresuran a defender y abanderar
en presencia de cualquier sacerdote, como si éste
no oliera el tufillo a hipocresía que destila
un cofradito sacando pecho sea en el tema que sea. O
quizás tras haber sido costalero de algún
capataz mediocre que, en el ejercicio pleno de su absoluta
ignorancia, decidió desencantarlo para siempre.
O por meterese tanto en las cofradías que, llegando
a conocerlas tan bien, comprenda que son las limitaciones
y errores de quienes las componen los mayores enemigos
de esto que ahora empieza a amar tanto. O por todo a
la vez, qué diablos. Y cuándo le ocurrirá
eso, me pregunto preocupado. Tarde, espero. Muy tarde.
O nunca. Puede que él tenga más suerte
que yo y forme parte de una generación nueva
de cofrades que pongan su ilusión y entusiasmo
por delante y logren hacer de las cofradías un
lugar fabuloso donde vivir la Fe y la Vida. Y cuando
me digo eso a mi mismo, vuelvo a sonreir, conmovido,
entre la ternura y la compasión. Con ese aire
triste que no comprende Alberto. Todavía.