Voy para viejo. Eso dicen, al menos,
mis canas y mi humor. Me he vuelto, en menos de tres
almanaques, canoso y cascarrabias a más no poder.
Y lo de las canas lo llevo medio bien, porque dicen
algunas amigas que me favorecen y me hacen interesante,
y con eso me voy consolando. Lo que ya llevo algo peor
es lo del humor. Lo del enfado sinfín, la eterna
indignación, la desilusión, decepción
y desesperación a la que me condeno. A perpetuidad,
claro. Sin redención posible.
A mí antes la Semana Santa me dejaba un rastro
dulce en la memoria al que acudía a diario para
aliviar la lenta espera de la siguiente Cuaresma, logrando
siempre rescatar esa sonrisa ilusionada, ese brillo
en la mirada emocionada, esa satisfacción por
la grandeza de lo vivido. Pero igual eran cosas de la
edad. Ya saben. Eso de la ternura infantil, la ingenuidad
de los niños, la inocencia de la edad pueril
y esas cosas; muy bonitas e idílicas, pero todas
caducas. Porque es eso lo que me ha pasado a mí:
que me he pasado de fecha.
Ahora, cuando en alguna tertulia surge el obligado
trámite de hacer balance de la Semana Santa pasada,
servidor de ustedes se siente incapaz de decir algo
que suene a positivo. No es que no haya disfrutado viendo
cosas bonitas, porque haberlas las hay sin duda, y alguna
he tenido la suerte de disfrutarlas, sino que la abundancia
de las otras, las malas, las negativas, terminan haciendo
que al final la balanza se incline hacia el lado ominoso.
Y siempre empiezo igual, con buenas intenciones, cruzando
los dedos por lo bajo para intentar que mi lengua no
me pierda como siempre e intentar, por una vez, decir
algo en la línea de los otros contertulios. Que
si esto ha mejorado mucho, que hay que ver que bien
vestidas van las imágenes ahora, que qué
barbaridad cómo han mejorado los pasos andando,
etcétera. Lo que pasa es que el rollo me dura
poco, y enseguida me acuerdo de lo traumático
de ser cofrade en Jerez. De ver una cofradía
como las Angustias por una calle como Caracuel mientras
alguien tiene la brillantísima idea de poner
el Ave María de Schubert a toda pastilla en el
equipo musical de su casa. Ya saben, por ambientar.
Porque tener a una de las cofradías más
bonitas de Jerez en una de las calles más propicias
para verla necesita de un toque de genialidad como ese.
O de estar viendo pasar a la Virgen de las Lágrimas
y aguantar como un mocoso aporreaba con saña
un tambor de plástico mientras uno de su misma
quinta —primo, hermano o algo así—
lo acompañaba con una corneta de plástico
mientras los adultos que los custodiaban se sonreían
encantados con la proeza de los nenes. Porque es toda
una proeza que los críos reventaran aquella marcha
sin que el Nene grande, o sea yo, montara allí
una tragedia que ni la de Puerto Hurraco, con padres,
niños y mi menda en la portada del Diario de
Jerez y el resto de la prensa nacional al día
siguiente. O de contemplar impotente cómo un
año más una turba inaguantable de imbéciles
que jamás han sido ni serán cofrades revientan
la bulla de mi Cristo de la Cena, convirtiendo aquella
aglomeración otrora tan agradable para la gente
de buen paladar en un remolino de mala educación,
empujones, gritos y carcajadas. O de cómo una
ciudad entera iba a pasar ingrata—ingratitud,
esa virtud tan desarrollada de los cofrades— y
olímpicamente de que este año se cumplía
el cincuentenario de Diego García de los Santos
al frente de los martillos, con la honrosísima
excepción de la cofradía de las Tres Caídas
y su cuadrilla de Palio. De cómo la solución
del desastre horario del Viernes Santo no está
en el Sábado Santo, sino en unas cofradías
responsables que sepan andar, recuperar y responder
con madurez al compromiso contraído con el Consejo
y el resto de Hermandades del día. Porque, además,
con lo que hay, una vez visto lo que hemos sido capaces
de hacer con el Viernes Santo, estoy convencido de que
terminaríamos haciendo del Sábado Santo
una verbena de pueblo. Y, claro está, me acuerdo
del piano famoso, y de la postura absurda y fanática
de quienes defienden semejante aberración.
Así que ya pueden imaginarse que con todo esto
—y lo que no me cabe en el artículo—,
la balanza de qué lado queda. Por eso alucino
con ésos que van a la radio y a la tele y sonríen
satisfechos de la gran Semana Santa que tenemos. Todo
maravilloso, repiten los tíos. La mejor Semana
Santa del mundo, sentencian con una sonrisa de oreja
a oreja. Ya quisieran en otro sitios, Fulano, lo que
yo te diga, tener lo que aquí tenemos. Pero en
el fondo lo que les tengo a ésos es envidia.
Envidia pura y dura, malsana, corrosiva. Porque a mí
se me caducó la infancia, y a ellos, según
parece, aún no.