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Pasado de fecha
José Antonio Dominguez Mateos

Voy para viejo. Eso dicen, al menos, mis canas y mi humor. Me he vuelto, en menos de tres almanaques, canoso y cascarrabias a más no poder. Y lo de las canas lo llevo medio bien, porque dicen algunas amigas que me favorecen y me hacen interesante, y con eso me voy consolando. Lo que ya llevo algo peor es lo del humor. Lo del enfado sinfín, la eterna indignación, la desilusión, decepción y desesperación a la que me condeno. A perpetuidad, claro. Sin redención posible.

A mí antes la Semana Santa me dejaba un rastro dulce en la memoria al que acudía a diario para aliviar la lenta espera de la siguiente Cuaresma, logrando siempre rescatar esa sonrisa ilusionada, ese brillo en la mirada emocionada, esa satisfacción por la grandeza de lo vivido. Pero igual eran cosas de la edad. Ya saben. Eso de la ternura infantil, la ingenuidad de los niños, la inocencia de la edad pueril y esas cosas; muy bonitas e idílicas, pero todas caducas. Porque es eso lo que me ha pasado a mí: que me he pasado de fecha.

Ahora, cuando en alguna tertulia surge el obligado trámite de hacer balance de la Semana Santa pasada, servidor de ustedes se siente incapaz de decir algo que suene a positivo. No es que no haya disfrutado viendo cosas bonitas, porque haberlas las hay sin duda, y alguna he tenido la suerte de disfrutarlas, sino que la abundancia de las otras, las malas, las negativas, terminan haciendo que al final la balanza se incline hacia el lado ominoso. Y siempre empiezo igual, con buenas intenciones, cruzando los dedos por lo bajo para intentar que mi lengua no me pierda como siempre e intentar, por una vez, decir algo en la línea de los otros contertulios. Que si esto ha mejorado mucho, que hay que ver que bien vestidas van las imágenes ahora, que qué barbaridad cómo han mejorado los pasos andando, etcétera. Lo que pasa es que el rollo me dura poco, y enseguida me acuerdo de lo traumático de ser cofrade en Jerez. De ver una cofradía como las Angustias por una calle como Caracuel mientras alguien tiene la brillantísima idea de poner el Ave María de Schubert a toda pastilla en el equipo musical de su casa. Ya saben, por ambientar. Porque tener a una de las cofradías más bonitas de Jerez en una de las calles más propicias para verla necesita de un toque de genialidad como ese. O de estar viendo pasar a la Virgen de las Lágrimas y aguantar como un mocoso aporreaba con saña un tambor de plástico mientras uno de su misma quinta —primo, hermano o algo así— lo acompañaba con una corneta de plástico mientras los adultos que los custodiaban se sonreían encantados con la proeza de los nenes. Porque es toda una proeza que los críos reventaran aquella marcha sin que el Nene grande, o sea yo, montara allí una tragedia que ni la de Puerto Hurraco, con padres, niños y mi menda en la portada del Diario de Jerez y el resto de la prensa nacional al día siguiente. O de contemplar impotente cómo un año más una turba inaguantable de imbéciles que jamás han sido ni serán cofrades revientan la bulla de mi Cristo de la Cena, convirtiendo aquella aglomeración otrora tan agradable para la gente de buen paladar en un remolino de mala educación, empujones, gritos y carcajadas. O de cómo una ciudad entera iba a pasar ingrata—ingratitud, esa virtud tan desarrollada de los cofrades— y olímpicamente de que este año se cumplía el cincuentenario de Diego García de los Santos al frente de los martillos, con la honrosísima excepción de la cofradía de las Tres Caídas y su cuadrilla de Palio. De cómo la solución del desastre horario del Viernes Santo no está en el Sábado Santo, sino en unas cofradías responsables que sepan andar, recuperar y responder con madurez al compromiso contraído con el Consejo y el resto de Hermandades del día. Porque, además, con lo que hay, una vez visto lo que hemos sido capaces de hacer con el Viernes Santo, estoy convencido de que terminaríamos haciendo del Sábado Santo una verbena de pueblo. Y, claro está, me acuerdo del piano famoso, y de la postura absurda y fanática de quienes defienden semejante aberración.

Así que ya pueden imaginarse que con todo esto —y lo que no me cabe en el artículo—, la balanza de qué lado queda. Por eso alucino con ésos que van a la radio y a la tele y sonríen satisfechos de la gran Semana Santa que tenemos. Todo maravilloso, repiten los tíos. La mejor Semana Santa del mundo, sentencian con una sonrisa de oreja a oreja. Ya quisieran en otro sitios, Fulano, lo que yo te diga, tener lo que aquí tenemos. Pero en el fondo lo que les tengo a ésos es envidia. Envidia pura y dura, malsana, corrosiva. Porque a mí se me caducó la infancia, y a ellos, según parece, aún no.


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