A Madrid las musas no llegan tan fluidamente
como a Jerez, y es lógico, supongo. Aquí,
entre otras cosas, hace más frío que en
el sótano de un iglú y deben preferir
quedarse a la sombra de un naranjo andaluz que no tardará
mucho en barruntar una pronta primavera, reventando
de blanco azahar el verdeo intenso de su copa. Eso y
que, en la distancia, las noticias llegan amortiguadas
por los kilómetros, flojas, escasas y susceptibles
de ser relativizadas ante cuestiones ahora más
cercanas e importantes, como las obligaciones derivadas
de mi presencia aquí. O sea, mis deberes. Por
eso comprenderán que ahora me deje caer menos
por estos lares, y no les endiñe los tostones
míos con la frecuencia de otros tiempos. Pero
hoy es distinto. Hoy hace una buena temperatura —15
grados—, el cielo está limpio y despejado
(eso sí, con esa neblina de contaminación
gris que ensucia sólo la línea del horizonte);
tengo un hueco libre entre trabajos, memorias, investigaciones,
tutorías, docencia en red, lecturas obligatorias,
etcétera; y, como colofón de tanta casualidad,
acaba de saltar en mis auriculares, casi por sorpresa,
el corte sonoro de la salida del año pasado del
paso de misterio de la Sagrada Cena, que ahí
es nada. Y aquí me tienen, aprovechando el tirón.
Es difícil esto de la lejanía. Hace unos
meses, cuando les hablaba de lo complicado que se le
hacía vivir fuera de la ciudad a quienes tienen
su familia, sus amistades, su casa, sus devociones en
ella, no imaginaba siquiera que al poco tiempo sería
yo quien marchase lejos. Y bueno. Si les dan por echarle
un vistazo al artículo Desde fuera, verán
como mi actitud fue la de intentar relativizar esa dificultad,
invitando a Alfonso Téllez —recuerden que
el artículo lo llevábamos a medias él
y yo—, a aprovechar las cosas buenas de la ciudad
en la que ahora vivía con su familia. Pero claro,
la cosa cambia cuando es uno quien pasa por la circunstancia.
Ahora, aun intentando aprovechar lo que la gran capital
ofrece —museos, bibliotecas, parques inmensos
donde leer al sol de una mañana de invierno,
y un casco histórico donde se lee la Historia
del país en cada fachada y cada remate de un
gran edificio—, la morriña por lo que uno
ha dejado atrás no desaparece. Al contrario,
se va haciendo más intensa a medida que pasan
los días, avivando un rescoldo de pena y recuerdos
que le dan calor y brillo a unos ojos que terminan mirando
el mundo tras un velo de melancolía imposible
de rasgar desde adentro. Y lo peor está por venir,
claro. Esa primavera que ya se insinúa coqueta
y maliciosa con cielos limpios y frescos, el calor de
las mañanas soleadas, el fresco de las tardes
traicioneras de marzo, las noches de ensayo, los domingos
de besamanos, los cafés de media tarde despidiendo
el sol que se marcha tibio sobre los edificios, el repiquetear
de los martillos de quienes montan los palcos, el ir
y venir de gentes con capirotes de cartón o rejilla
bajo un brazo de cuya mano penden bolsas de mercerías
tradicionales, las noches de culto, el frío de
un templo en el que se obra el milagro del montaje de
un paso de palio, el olor a cera fundida, el sabor dulce
de las torrijas enmeladas como sólo mi madre
sabe hacerlo, los cultos de mi Hermandad, el bruñido
de la plata de una candelería y la colocación
meticulosa de la cera en el paso mientras en un pucherillo
de abollado acero se consumen restos de otra que ya
ardió. Tantas y tantas cosas que uno ya se estremece
de sólo pensarlo. De saberse tan lejos.
Por eso me he animado hoy a escribirle esto hoy. Porque
no todos los días la casualidad y la coincidencia
se ponen de acuerdo para traer un guiño de primavera
desde tan lejos. Porque las musas no suelen dejar su
sombra de naranjo y azahar. Y porque maldigo la hora
en que todo eso llegue y la pena y la tristeza me ahoguen
las palabras y las ganas para contarles lo terrible
que es intuir una primavera que va a pasar a casi 700
kilómetros de mí.