Como dijo Herrera en su pregón,
hay veces en los que uno se cuestiona si es oportuno
seguir manejando inútilmente la templanza, o
dejarla para momentos más propicios. Algo así
me cuestiono ahora, cuando tantas cosas se han dicho
y tantas mentiras se han vertido. Cuando las lenguas
sobre los oídos y los dedos sobre las teclas
han intentado hacer tanto daño como han podido.
Y bueno. Llega un momento en el que, en efecto, optas
por la segunda opción, y decides entrar en esa
danza de declaraciones e historias. A bailar un rato.
Y la templanza, te dices, que la conserve el Santo Job,
que le va en el sueldo.
Porque que a estas alturas unos cuantos pretendan herir
a la Iglesia con un más o menos hábil
manejo de la demagogia —que menos mal que, después
de todo, son algo torpes para eso—, está
a la orden del día y no es ninguna novedad. Si
no es por una cosa es por otra, siempre hay quien está
dispuesto a cargar contra la Santa Madre; y así
llevamos veinte siglos de calendario, que ahí
es nada. Pero lo que ya roza el absurdo más intolerable
es que ese daño venga de algunos que, además,
pretenden vender su piel de corderitos cofrades indefensos
para arañar de la opinión pública,
agitada por sutiles resortes —unas mentiras en
este foro, otras en alguna tienda de barrio atestada
de vecinas ávidas de vivir algún caso
de escándalo social como los que salen en El
Tomate o España In Live o como se llamen esas
mierdas—, un respaldo que termine por promocionar
y llevar a buen puerto sus aspiraciones institucionales;
guiso donde, además, gustan mojar tantos morbosos.
Y reconozco que la jugada era apetitosa. Con esos cofrades
del Soberano Poder a tiro, después de haber tragado
lo intragable, hechos hermandad al poco de trasladarse
a la Granja, los pobres, tan queridos por todos, tan
respaldados. Tan suculenta se antojaba la historia que
hubo quien quiso repetirla. Pero claro. Esa es la lectura
zafia, cochambrosa, cutre, sesgada, pobre y miserable
que sólo los ignorantes, en el delirio de su
propia estulticia, logran alcanzar. La otra, la completa,
la única, es muy distinta. Porque mi Hermandad
del Soberano Poder, a ver si nos enteramos de una vez,
se hizo Hermandad por sus propios méritos: por
tener una labor social inconmensurable y reconocida
en su anterior sede, y por demostrar, en pocos meses,
como se vuelve a echar a andar un proyecto de esos en
su sede definitiva —lean: de-fi-ni-tiva—
de La Granja, por haber sido capaces de llevar un programa
de formación serio, por haber sabido promover
no sólo un espectacular crecimiento patrimonial,
sino un mucho más valioso patrimonio espiritual
de sus hermanos —sus retiros, indispensables para
poder realizar la estación de penitencia como
nazareno, independientemente de la edad; Taizé,
como punto indispensable de ese crecimiento—,
su capacidad para la conciliación, sus dotes
para capear conflictos dentro y fuera de sus cabildos,
su pragmatismo irreprochable. Y no sigo porque me como
la página y no es plan. Así que, con semejante
currículo, convendrán conmigo en que lo
de menos ha sido tener un guión, unas varas,
o una Imagen Titular de María. Pues no oigan.
No todos convienen lo mismo.
Resulta que ahora el novaplús de lo verdaderamente
cofradiero es atajar todo esto buscando un enfrentamiento
directo, aunque no exista tal, con el sacerdote de turno
y hacernos las víctimas. Resulta que ahora lo
correcto, lo cofradieramente exquisito es lanzar minimanifestaciones
de veinte personas —familia directa, por cierto,
de la junta de gobierno— que amenacen al cura
y a los que cometieron el acto reprobable de respaldarlo
in situ, por si la cosa iba a mayores, o destrozar literalmente
una capilla que pertenecía a la Iglesia y de
la que no han dejado ni las bombillas en un gesto elegante
como pocos. Y todo, claro, faltaría más,
por Dios, sin que nadie haya emitido un comunicado desmarcándose
de todo eso, desautorizando cualquier medida que marche
en contra de la Iglesia y sus ministros. Olvidando que
para ser cofradías —mejor dicho, cofrades—,
hay que crecer primero como personas. Crecer en valores
antes que en patrimonio, y en decencia y vergüenza
antes que en aspiraciones. Que después, cuando
quien corresponda diga hasta aquí hemos llegado
y mande todo esto a tomar viento, habrá quien
tenga la desvergüenza de poner cara de sorpresa
e indignación y pretenda vendernos de nuevo la
historia falsa y manida que nos pretenden colar algunos.
Pero, háganme el favor, desconfíen de
quienes busquen cobardemente fuera de casa la causa
de los problemas que no nacen sino de la incapacidad
propia, de quien siga viendo en los Sacerdotes los enemigos
de las cofradías. Ése el tipo de cosas
que ennegrecen a las cofradías por dentro y por
fuera.
Me conocen porque firmo mis artículos con nombre
y apellidos y una dirección de correos desde
hace mucho tiempo. Saben quién soy y cómo
soy, y en virtud de eso me tomo la libertad de avalar
a mi párroco, mi parroquia y mi Iglesia. Porque
yo estuve allí. Yo sé quién tiene
la culpa.