Tengo en mis manos una postal que guardaba
entre las páginas de una Biblia y que alguien
dejó a mi lado, mientras yo rezaba arrodillado
ante un discreto y humilde altar de una pequeña
iglesia románica de la Borgoña francesa,
intentando disimular cierta humedad acentuada en mis
ojos. La imagen de la postal es, en sí, peculiar:
en el margen izquierdo, al otro lado de la carretera
que cruza la postal horizontalmente, un grupo de jóvenes
conversa a los pies de una cruz de hierro clavada en
un sólido pedestal de piedra; en el margen derecho,
a este lado de la carretera, en primerísimo plano,
una señal indica que la carretera, esa que divide
en dos la instantánea –comarcal D414–,
se adentra, desde ese punto en adelante, en los límites
de la aldea de Taizé.
Pronto hará un mes que un servidor franqueó
esa señal y esa carretera montado en un autocar
que partió treinta y siete horas antes de la
parroquia de La Granja, con un pasaje heterogéneo
de catequistas, scouts, cofrades, un cura, un seminarista
y un grupo de adolescentes de Vélez-Málaga
que son, palabrita, canela fina. Allí, por si
no lo saben, uno va a pasar una semana acogido por la
comunidad ecuménica de frailes, todos cristianos
pero de distintas confesiones, que ofrecen al peregrino
tiempos de formación, reflexión y, sobre
todo, oración. Será difícil el
creerme a estas alturas, pero no saben lo oportuno y
gratificante de vivir una semana de esas. Quien les
escribe, que lo descubrió hace ya algunos años,
aprovechó la oportunidad que este verano le brindaba
su Hermandad y su Parroquia y se encajó, una
vez más, en Taizé. Y bueno. Qué
les voy a contar. Este año ha sido un tanto especial.
O un mucho. Cosas de la vida, ya saben. Un zarpazo de
esos que da la vida, poniéndote la existencia
patas arriba, dejándote con cara de sorpresa
y un por qué alojado perpetuamente en los labios,
la mente y el alma. Ojos que buscan miradas que ya no
les pertenecen, manos que buscan caricias de otras que
ya no están y labios que esperan besos que ya
jamás volverán. Ley de vida, como ven.
Aderezado todo con una sensación de soledad demoledora
y asfixiante, que te anida en la garganta y en el fondo
de los ojos.
Pero, en el momento más oportuno, mientras intentas
controlar –vano esfuerzo, compadre– las
lágrimas que te asoman por la orilla de los ojos,
alguien te desliza una postal entre las manos, mientras
resuena de fondo un canto –“Il Signore te
ristora”, aseguran las voces al unísono–,
y alzas la vista y ves que un amigo, posiblemente el
que menos te esperabas, te pone la mano en el hombro
y, después de guiñarte un ojo y sonreírte,
da un apretón y se marcha sin pronunciar palabra
alguna, dejándote allí con los ojos brillantes
y la postal en la mano. Y al leerla –“Guíame,
clara luz, a través de las tinieblas que me rodean…”–,
te das cuenta que igual no es tanta la soledad. Que
siempre hay Alguien ahí que te acompaña
y te pone a otros al lado para que te acompañen
justo cuando más lo necesitas. Y sigues leyendo
y caes en la cuenta –al mismo tiempo miras hacia
atrás, buscándolo inútilmente con
la mirada– de que a lo mejor ese de la postal,
con ese detalle tonto de escribirte una oración
y compartirla contigo, acaba de dejarte que claro que
no es tu amigo sino tu hermano.
Entonces, secándote las lágrimas que
ya te cruzan las mejillas libremente desde hace un buen
rato, decides corresponder agradecido al detalle de
la postal, prometiéndote a ti mismo que le escribirás
algo cuando vuelvas a Jerez, y lo pondrás en
La Trabajadera o en el periódico, o donde se
tercie. Otra postal, una carta o un artículo
como éste. Cualquier cosa que sirva para darle
las gracias por aquél instante y aquella postal
a tu amigo. Y deseas de todo corazón que lo lea
quien lo tiene que leer, y sepa lo mucho que hizo aquella
tarde de verano, en aquella diminuta aldea de la Borgoña
francesa. Ya saben. Taizé. Carretera comarcal
D414. Más allá de la postal.