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Entregados
José Antonio Dominguez Mateos

Hay momentos cofrades que uno vive con especial intensidad y que luego se convierten en indelebles recuerdos que adornan la memoria feliz de un servidor. No se trata de una simple revirá o una hermosa levantá de perfecta ejecución técnica, sino algo más profundo. Una sensación íntima que, por uno u otro motivo, va calando en la persona a través de los sentimientos y no sólo por los sentidos. Me ocurre, por ejemplo, con la procesión el Cristo de la Entrega, en Guadalcacín. He seguido de cerca todo el proceso que ha hecho pasar a unos adolescentes de un absurdo juego de niños a integrarse en la comunidad parroquial, formarse, crecer en la fe y madurar al cobijo y amparo de un crucificado de hermosa hechura al que tomaron por primer titular.

He visto con mis ojos cómo se han esforzado por vencer las dificultades, propias y ajenas, inherentes a todo proceso de esta naturaleza. No ha sido fácil, claro. Y eso a pesar del cariño brindado por el párroco y su diácono desde el primer día y de contar con la tutela de Tacho García Pomar, que ahí es nada. Elegir el camino correcto casi nunca es sinónimo de tomar el más cómodo. Sobre todo cuando por el trayecto, ya escabroso por sí solo, pulula una piara de infelices que intentan zancadillearlos a cado paso que dan. Intentan, repito, porque no lo han logrado nunca.

Por todo eso, me gustan estos chavales. Hablando con ellos se descubre enseguida la pasta noble de la que están hechos. Sus ansias de ser cofrades, su humildad a la hora de mostrarse dispuestos a aprender, su ilusión irrefrenable ante un futuro que se les antoja maravilloso, son sus mejores armas para canjearse el favor y el cariño de quienes les conocen. Valores que les han servido, entre otras cosas, para poner una cofradía dignísima en pleno Guadalcacín. Ahí es nada.

Pero ya ven. Ahí los tienen, a los tíos. Ya los vieron el pasado Sábado de Pasión: vivos, enérgicos, radiantes, caminando. Felices. Ajenos al chirriar de dientes y a los gruñidos de envidia de aquellos que han hecho lo imposible por aguar esa bellísima historia de fe, nobleza, bondad y amistad. Algunos que, después de todo, hocicaron de lo lindo asistiendo a la procesión del Señor de la Entrega que, además de salir del templo parroquial –faltaría más–, contaba con la presencia de monseñor del Río, a modo de respaldo y bendición. Claro que alguno hubo que lo hizo disfrazado de niño inmaduro, con una camiseta blanca con la jeta del muñeco de Viernes de Dolores, y una medalla de pega. Fea de cojones, por cierto.

Qué quieren que les diga. Me quedo con ese momento. Porque no siempre la vida te da ejemplos tan claros y vivificantes sobre lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto. Y si no han tenido la oportunidad de ver lo que yo vi esa tarde, no se pierdan la del año que vienen. Vayan, aprendan y gocen como yo hice este año.


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