Hay momentos cofrades que uno vive
con especial intensidad y que luego se convierten en
indelebles recuerdos que adornan la memoria feliz de
un servidor. No se trata de una simple revirá
o una hermosa levantá de perfecta ejecución
técnica, sino algo más profundo. Una sensación
íntima que, por uno u otro motivo, va calando
en la persona a través de los sentimientos y
no sólo por los sentidos. Me ocurre, por ejemplo,
con la procesión el Cristo de la Entrega, en
Guadalcacín. He seguido de cerca todo el proceso
que ha hecho pasar a unos adolescentes de un absurdo
juego de niños a integrarse en la comunidad parroquial,
formarse, crecer en la fe y madurar al cobijo y amparo
de un crucificado de hermosa hechura al que tomaron
por primer titular.
He visto con mis ojos cómo se han esforzado
por vencer las dificultades, propias y ajenas, inherentes
a todo proceso de esta naturaleza. No ha sido fácil,
claro. Y eso a pesar del cariño brindado por
el párroco y su diácono desde el primer
día y de contar con la tutela de Tacho García
Pomar, que ahí es nada. Elegir el camino correcto
casi nunca es sinónimo de tomar el más
cómodo. Sobre todo cuando por el trayecto, ya
escabroso por sí solo, pulula una piara de infelices
que intentan zancadillearlos a cado paso que dan. Intentan,
repito, porque no lo han logrado nunca.
Por todo eso, me gustan estos chavales. Hablando con
ellos se descubre enseguida la pasta noble de la que
están hechos. Sus ansias de ser cofrades, su
humildad a la hora de mostrarse dispuestos a aprender,
su ilusión irrefrenable ante un futuro que se
les antoja maravilloso, son sus mejores armas para canjearse
el favor y el cariño de quienes les conocen.
Valores que les han servido, entre otras cosas, para
poner una cofradía dignísima en pleno
Guadalcacín. Ahí es nada.
Pero ya ven. Ahí los tienen, a los tíos.
Ya los vieron el pasado Sábado de Pasión:
vivos, enérgicos, radiantes, caminando. Felices.
Ajenos al chirriar de dientes y a los gruñidos
de envidia de aquellos que han hecho lo imposible por
aguar esa bellísima historia de fe, nobleza,
bondad y amistad. Algunos que, después de todo,
hocicaron de lo lindo asistiendo a la procesión
del Señor de la Entrega que, además de
salir del templo parroquial –faltaría más–,
contaba con la presencia de monseñor del Río,
a modo de respaldo y bendición. Claro que alguno
hubo que lo hizo disfrazado de niño inmaduro,
con una camiseta blanca con la jeta del muñeco
de Viernes de Dolores, y una medalla de pega. Fea de
cojones, por cierto.
Qué quieren que les diga. Me quedo con ese momento.
Porque no siempre la vida te da ejemplos tan claros
y vivificantes sobre lo bueno y lo malo, lo correcto
y lo incorrecto. Y si no han tenido la oportunidad de
ver lo que yo vi esa tarde, no se pierdan la del año
que vienen. Vayan, aprendan y gocen como yo hice este
año.