Han pasado dos semanas, y todo se envuelve
con esa sensación agridulce de cada Pascua de
Resurrección. Esa resaca lenta, casi eterna,
que nos lleva a saborear una y otra vez los momentos
vividos en Semana Santa –dulces y amargos, que
de todo hay siempre–, al calor de una tertulia
cálida al filo de la barra de un bar, o en soledad
con la simple ayuda de una grabación radiofónica.
O, por qué no, la lectura de un artículo.
Lo lógico es acordarse de los buenos, los agradables.
Los que cada cual sabe cosechar año tras año,
en los lugares de siempre, en una esquina viendo revirar
un paso de misterio, verse alejar un palio con Virgen
del Valle sonando como Dios y Vicente Gómez Zarzuela
quisieron que sonara, disfrutando con una saeta bien
cantada por una garganta arenosa y bronceada, o contemplando
silencioso el dolor barroco de Cristo crucificado. De
esos tengo yo unos pocos, como ustedes tendrán
los suyos: la cruz de guía de la Hermandad de
la Borriquita cruzando el patio soleado de la Escuela
de San José con todo un torrente vibrante de
palmas amarillas detrás, compartir la mojada
de la noche del Domingo de Ramos junto al palio de la
Paz en su Mayor Aflicción, la luz que baña
el interior de San Marcos cuando el misterio de la Cena
comienza a avanzar lento hacia la puerta, ver pasar
a un nazareno de la defensión con la prestancia
y elegancia que confiere la túnica más
hermosa de la ciudad, vivir la entrada en Carrera Oficial
del Soberano Poder, etcétera. Recuerdos que rumio
a diario una y otra vez, porque aún la próxima
Semana Santa está muy lejana, como para aspirar
a repetirlos una vez más.
Pero también están los malos momentos,
los que no logramos sacudirnos. Los que nos persiguen
por más que huyamos de ellos, los que resisten
por más que busquemos desterrarlos para siempre.
La caradura de unos políticos que solo tienen
en las cofradías el fondo perfecto para las fotos
de esa semana, las cuadrillas que muerden rabiosas de
envidia las mismas fuentes de las que beben, la ingenuidad
mostrada –o la mala leche, ustedes deciden–
a la hora de vender los cambios de horarios e itinerarios
obrados como la solución definitiva a los problemas
de las cofradías, los palcos vacíos no
por el frío, la humedad o la incomodidad de las
sillas del Puito, sino porque la inmensa mayoría
de los allí sentados no son cofrades ni lo serán
jamás, además de la ingente piara de desgraciados
que tienen en la Madrugá la noche perfecta para
cogerse la borrachera de su vida y correrse una juerga
de campeonato, que suele terminar, por ejemplo, usando
los cirios del cortejo de la Buena Muerte para encenderse
los pitillos, mientras que los padres duermen tranquilos,
los muy imbéciles, pensando en que su nena y
su nene están viendo pasos. Ajenos por completo
a la triste realidad de que nadie, o casi nadie, ve
pasos en esa jornada. Y otros momentos más desagradables
aún por reincidentes, por crónicos, que
me callo porque me ya este folio va tocando a su fin.
Y porque algo tengo que reservarme para poder seguir
escribiendo aquí las próximas semanas,
claro.
En cuanto al balance, si es positivo y negativo, qué
quieren que les diga. Tal y como tenemos el patio, con
el anticlericalismo acechando en cada esquina, y con
la sociedad en general caminando a grandes zancadas
hacia la imbecilidad y la necedad más absolutas
y obvias de toda su historia, el balance es forzosamente
positivo. Sumamos un año más a los siglos
de nuestra existencia, y esa es una verdad irrefutable
y valiosísima. Tanto que de ella nace la esperanza
para creer que los fallos no son más que algo
pasajero y terminarán sucumbiendo ante los aciertos
y los buenos momentos. Y que ustedes lo vean.