No sé si a tu edad te tomarás
las molestias que precisan la lectura de estas líneas,
pero por si acaso aquí las tienes. Total. Si
estás leyendo esto, es más que probable
que hayas leído antes o vayas a leer luego ciertas
opiniones que se han venido vertiendo sobre la figura
de tu padre, con el exclusivo y cainita fin e dañar
y mancillar su labor, su imagen, su persona. Y de propina,
sacudir con la misma infamia a la Hermandad de la Cena,
que es la suya, la tuya y la mía. Por eso te
escribo hoy esto, Martín. Para ayudarte a comprender
y digerir toda esta mierda. A fin de cuentas, como costalero
de la Cena, soy padrino tuyo y no vengo más que
a ejercer esa responsabilidad. Para advertirte de cuánta
envidia cabe en los pechos de tanto hijoputa que anda
por ahí suelto, con un teclado por delante.
Tu padre es de los mejores capataces que ha dado la
ciudad en toda su historia costalera. Tú mismo
lo descubres cada vez que te pones delante de un paso
con él: cómo manda, como corrige errores,
cómo convierte la disciplina en la mejor garantía
del buen trabajo costalero, cómo es respetado
y admirado por su gente dentro y fuera del paso…
Pocos, muy pocos, saben dar sentido y profundidad al
oficio del modo en que él lo hace y nadie como
él sabe inculcar en sus hombres los valores que
derivan de la costalería. Todo eso, repito, lo
convierten en uno de los grandes de la costalería.
Pero el destacar ante los ojos de todos lo convierte
en irresistible cebo jugoso para los envidiosos y detractores,
parásitos éstos que siempre tuvieron en
esto de las cofradías su ecosistema favorito.
De este modo, cada cofradía que le ha sido adjudicada
ha supuesto un hito en la escalada de rencores venenosos
que esos indeseables han ido padeciendo año tras
años. No soportan que su presencia delante de
un paso sea garantía certera de trabajo bien
hecho, ni que sean sus cuadrillas las más reconocidas.
Porque, precisamente todo eso de lo que ellos no forman
parte, pone en evidencia su mediocridad e incapacidad
para tratarse en los mismos parámetros. En otras
palabras, arrastran un complejo de inferioridad galopante
del que gustan aliviarse atacando aquello que más
incide en su padecer: van contra lo bueno, porque les
hace sentirse malos.
Así que ya sabes, Martín, ahijado. Tú,
a lo tuyo. No hagas caso de las voces que culpan a tu
padre de todo los males que sufren las cofradías.
Si por ellos fuera, lo culparían de ser el responsable
de la desaparición del anticiclón de las
Azores, o de que la cera de Bellido manche los guantes
de los nazarenos. Si acaso alguien te lo intentara hacer
ver de ese modo, respóndele que tu padre y su
gente son culpables, en todo caso, de que los pasos
en silencio anden hoy tal y como andan, que todos levanten
del modo en que lo hacen, que se arríe al primer
golpe de martillo en la mayoría de pasos, que
la inmensa mayoría de hermandades pongan sus
misterios en la calle con compases de costeros, izquierdos
y demás cambios, que la prevención y cuidado
de la salud de los costaleros sea hoy tenida en cuenta
del modo en que lo es, y de que, bien lo sabes tú,
un servidor lleve diez años de costalero. Hecho
éste por el que le estaré siempre agradecido
y que intento corresponder, en la medida de mis posibilidades,
con la misma amistad, nobleza y cariño que el
me brindó siempre, como manda el oficio que tú
ahora aprendes. Respóndeles eso, pero no te muestres
ni orgulloso ni soberbio. Que en la envidia que los
corroe ya tienen su merecido. Que se jodan solos.