Les iba a contar una historia totalmente distinta
a la que finalmente me obligan las circunstancias. Les
iba a hablar de la ilusión de un chaval por ser
costalero y de cómo consiguió serlo. De
su primera igualá, hace ya diez años.
Su alegría incontenible al ver su nombre en el
cuaderno del listero, su orgullo al saberse a las órdenes
del mejor capataz. Les iba a hablar de como fue su primera
vez bajo el paso, las primeras lecciones aprendidas,
las primeras reprimendas, las primeras satisfacciones
por el trabajo bien hecho. De cómo poco a poco
el oficio, por obra y gracia de un capataz al que apenas
conocía, fue calando en el alma de aquel chaval
y terminaría condicionando toda su vida. De cómo,
diez años después de aquella primera vez,
tenía la suerte de repetir en la misma cofradía,
con el mismo capataz y la misma cuadrilla.
Les iba a hablar de eso, pero ahora la historia es
otra. Éste que era un año especial, por
aquello de cumplir diez bajo las trabajaderas, tendrá
un sabor como mucho agridulce para ese chaval. Es curioso
cómo funciona la mente y el corazón de
un costalero. A pesar de sacar otras cofradías
y trabajar con otros capataces, el hecho de repetir
puntualmente cada año allí donde se hizo
costalero era algo sumamente especial para él.
Como si con ello renovara anualmente su compromiso,
aun a sabiendas que no era necesario porque costalero
ya lo era y lo sería siempre. Como si cada año
sintiera estrenarse bajo aquél paso y bajo la
voz recia de mando de aquél capataz. Por eso,
una vez terminado ese ciclo –de la manera más
inesperada, por cierto–, sintió como volvía
a estremecerse por última vez bajo aquél
escalofrío que se le ponía cada Jueves
Santo a la altura del cuello. Lloró. Lloró
con el amargor y la resignación de quien comprende
que todo era inevitable y aun así doloroso. Como
llora un niño el día que comprende que
ya no lo es y no volverá a serlo; que los tiempos
dulces quedan para el recuerdo y que si acaso ahora
solo aspira a buenos momentos que ayuden a evocar viejas
glorias de la infancia.
Pero quizás me equivocaba y la historia no tenga
que ser forzosamente tan distinta. El chaval sigue siendo
costalero, después de todo. Y si lo es, es porque
precisamente un día tuvo la suerte de que fuese
en aquella hermosa cofradía de Jueves Santo donde
aquella vez su capataz, ése que ya lo sería
para siempre, le quiso dar una oportunidad. Así
que aún hay motivos de alegría. Aún
hay sitio para el orgullo. Todavía siente ganas
de gritarle al mundo alto y claro que no tendrá
jamás ni palabras ni actos suficientes para agradecerle
a Martín Gómez el que hiciera de aquél
chaval el costalero que hoy es, a base de cariño,
respeto y alguna que otra bronca que chorreaba guasa
y amistad a partes iguales. Para agradecerle a su capataz
y su cuadrilla las mejores lecciones de costalería
jamás aprendidas: la amistad, la humildad, el
compromiso, el respeto al oficio; lecciones que, por
otra parte, habrá quien no las aprenda en su
puñetera vida. Por eso ese chaval siente que
nunca logrará mostrar plenamente su agradecimiento,
porque no hay medida alguna que lo pueda materializar.
Por más palabras que use. Por más gestos
que proclame. Por más artículos como este
que escriba. Solo puede decir una vez más, como
cada año, como cada Jueves Santo eso que siempre
decía: Gracias, Martín, por hacerme lo
que soy. Gracias, Largo, por hacerme costalero.