Se llama Fernando –desconozco sus apellidos–,
es de El Cuervo –¿Lebrija quizás?–
y hace un par de años fui compañero suyo
en la Facultad. No hablé apenas con él,
entre otras cosas porque solía sentarme atrás
–él lo hacía delante, en primera
fila–, a mi rollo, cerca de los altavoces y del
aire acondicionado de la clase. Así que mi relación
con él fue totalmente nula. Una vez acabado el
curso, él siguió con sus asignaturas y
yo con las mías y jamás volvimos a coincidir
más. Hasta el pasado sábado, en la que
lo vi aparecer en la igualá del Soberano Poder,
en la Granja.
Al entrar en el templo ya llamó la atención
de algunos. Fernando es grande. Repito, grande. Pero
grande, grande: unos dos metros de altura –calculados
así, a ojo– y unos 140 kg de peso. Total,
lo dicho. Un tío grande. Espaldas anchas, anchísimas,
que le confieren un descomunal aspecto robusto y vigoroso.
Nada de carnes fofas, oigan. Cuerpo bregado, curtido.
Nada de gimnasios y milongas de este tipo. Trabajo de
verdad, duro de sacos y pala. Total, que entró
y llamó la atención ver a alguien de ese
porte en una igualá. Pero la sorpresa mayúscula
generalizada fue cuando, una vez formada la primera
trabajadera y dispuesto el capataz a rellenar los huecos,
Fernando se posicionó junto al resto de costaleros
aspirantes. Quizás fue que cuando entró
no medimos bien sus dimensiones y nos resultó
un tío grande, sin más, percatándonos
de la gran diferencia cuando se talló con otro
costalero, grande también, pero menos; o, sencillamente,
muchos no nos percatamos de la presencia de Fernando
hasta que se arrimó a la zona donde el capataz
igualaba, causándonos la mencionada admiración.
Aquello era cosa hecha, y Fernando lo supo desde el
primer momento. Le habían prometido costaleros
grandes, mucho –yo mismo mido 1’90–,
y aquello lo movió a la ilusión y la esperanza
de verse bajo unos faldones, de una puñetera
vez. Así que, carretera, novia y manta, se calzó
los kilómetros necesarios hasta llegar a Jerez
y se metió en aquél sitio donde no conocía
a nadie. Para nada, claro. La diferencia era abismal
y ni por asomo cabía la posibilidad de que fuera
aquella cuadrilla la que le diera el gustazo a Fernando
de ver una cofradía a través de un respiradero.
Todo ante la resignada mirada de su novia que, sin moverse
del fondo de la iglesia donde se ubicaron al llegar,
lo miraba con ojos preocupados, lamentando aquél
viaje y aquellas ilusiones, y todos los viajes y todas
las ilusiones gastadas ya hasta ese momento, que no
eran pocas. A treinta igualás, mencionó
Fernando mientras se retiraba de la fila con una sonrisa,
en busca de su novia. Treinta, decía, y más
que habrá. Porque seré costalero, lo sé,
lo siento. Algún día lo seré. Luego
se acercó sonriente a su novia, la abrazó
y le respondió con un beso a la caricia consoladora
que ella le regaló en la nuca. No pasa nada,
dijo. A ver cuándo hay otra. Y así se
fueron los dos. Como llegaron. Sonriente él y
abrazada a su enorme brazo ella, callados los dos, sin
hacer ruido. Dando la mejor lección de costalería
más hermosa y valiosa de todas: aquella que habla
de la humildad de las personas, de su amor por el oficio
y de la irrefrenable vocación que arde en el
pecho de un costalero de verdad.
Luego, el hueco que no pudo rellenar Fernando lo rellenó
otro hombre y otros hombres hicieron lo propio con el
resto de huecos. Ciento cuarenta costaleros aproximadamente
que tuvieron la suerte de formar parte de esa cuadrilla.
Mientras iban igualando los miraba, algunos felices,
otros satisfechos y otros apáticos, sabiendo
de que lo suyo era llegar y pegar, y más ocupados
en pensar de qué color se van a poner la camiseta
el día de la salida, o con cuantas vueltas se
van a recoger las cañas del pantalón ese
año. Incluso, pensé en ese momento, muchos
de ellos faltarán a algún ensayo porque
juegue un partido importante el Madrid, porque la parienta
se le ponga de púas alzadas o porque –ésta
es la que más me jode– coincide con los
carnavales de Chipiona o Cádiz. Inconscientes
muchos de ellos de la tremenda dicha de poder sentirse
llamados al oficio, y la inconmensurable responsabilidad
que ello conlleva. Ajenos a la lección magistral
que les ha dado Fernando, ese grandullón al que
todos miraban hace un rato. Qué sabrán
ellos lo que es ser costalero, ¿verdad, Fernando?