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El Gran costalero
José Antonio Dominguez Matéos

Se llama Fernando –desconozco sus apellidos–, es de El Cuervo –¿Lebrija quizás?– y hace un par de años fui compañero suyo en la Facultad. No hablé apenas con él, entre otras cosas porque solía sentarme atrás –él lo hacía delante, en primera fila–, a mi rollo, cerca de los altavoces y del aire acondicionado de la clase. Así que mi relación con él fue totalmente nula. Una vez acabado el curso, él siguió con sus asignaturas y yo con las mías y jamás volvimos a coincidir más. Hasta el pasado sábado, en la que lo vi aparecer en la igualá del Soberano Poder, en la Granja.

Al entrar en el templo ya llamó la atención de algunos. Fernando es grande. Repito, grande. Pero grande, grande: unos dos metros de altura –calculados así, a ojo– y unos 140 kg de peso. Total, lo dicho. Un tío grande. Espaldas anchas, anchísimas, que le confieren un descomunal aspecto robusto y vigoroso. Nada de carnes fofas, oigan. Cuerpo bregado, curtido. Nada de gimnasios y milongas de este tipo. Trabajo de verdad, duro de sacos y pala. Total, que entró y llamó la atención ver a alguien de ese porte en una igualá. Pero la sorpresa mayúscula generalizada fue cuando, una vez formada la primera trabajadera y dispuesto el capataz a rellenar los huecos, Fernando se posicionó junto al resto de costaleros aspirantes. Quizás fue que cuando entró no medimos bien sus dimensiones y nos resultó un tío grande, sin más, percatándonos de la gran diferencia cuando se talló con otro costalero, grande también, pero menos; o, sencillamente, muchos no nos percatamos de la presencia de Fernando hasta que se arrimó a la zona donde el capataz igualaba, causándonos la mencionada admiración.

Aquello era cosa hecha, y Fernando lo supo desde el primer momento. Le habían prometido costaleros grandes, mucho –yo mismo mido 1’90–, y aquello lo movió a la ilusión y la esperanza de verse bajo unos faldones, de una puñetera vez. Así que, carretera, novia y manta, se calzó los kilómetros necesarios hasta llegar a Jerez y se metió en aquél sitio donde no conocía a nadie. Para nada, claro. La diferencia era abismal y ni por asomo cabía la posibilidad de que fuera aquella cuadrilla la que le diera el gustazo a Fernando de ver una cofradía a través de un respiradero. Todo ante la resignada mirada de su novia que, sin moverse del fondo de la iglesia donde se ubicaron al llegar, lo miraba con ojos preocupados, lamentando aquél viaje y aquellas ilusiones, y todos los viajes y todas las ilusiones gastadas ya hasta ese momento, que no eran pocas. A treinta igualás, mencionó Fernando mientras se retiraba de la fila con una sonrisa, en busca de su novia. Treinta, decía, y más que habrá. Porque seré costalero, lo sé, lo siento. Algún día lo seré. Luego se acercó sonriente a su novia, la abrazó y le respondió con un beso a la caricia consoladora que ella le regaló en la nuca. No pasa nada, dijo. A ver cuándo hay otra. Y así se fueron los dos. Como llegaron. Sonriente él y abrazada a su enorme brazo ella, callados los dos, sin hacer ruido. Dando la mejor lección de costalería más hermosa y valiosa de todas: aquella que habla de la humildad de las personas, de su amor por el oficio y de la irrefrenable vocación que arde en el pecho de un costalero de verdad.

Luego, el hueco que no pudo rellenar Fernando lo rellenó otro hombre y otros hombres hicieron lo propio con el resto de huecos. Ciento cuarenta costaleros aproximadamente que tuvieron la suerte de formar parte de esa cuadrilla. Mientras iban igualando los miraba, algunos felices, otros satisfechos y otros apáticos, sabiendo de que lo suyo era llegar y pegar, y más ocupados en pensar de qué color se van a poner la camiseta el día de la salida, o con cuantas vueltas se van a recoger las cañas del pantalón ese año. Incluso, pensé en ese momento, muchos de ellos faltarán a algún ensayo porque juegue un partido importante el Madrid, porque la parienta se le ponga de púas alzadas o porque –ésta es la que más me jode– coincide con los carnavales de Chipiona o Cádiz. Inconscientes muchos de ellos de la tremenda dicha de poder sentirse llamados al oficio, y la inconmensurable responsabilidad que ello conlleva. Ajenos a la lección magistral que les ha dado Fernando, ese grandullón al que todos miraban hace un rato. Qué sabrán ellos lo que es ser costalero, ¿verdad, Fernando?


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