Parece mentira que, tal y como está el patio,
ciertas hermandades tengan cierta ligereza a la hora
de dar de baja a determinados hermanos. Conste que no
me refiero a esos casos flagrantes donde el hermano
no paga un recibo desde el día después
de apuntarse en la cofradía. Soy defensor de
la actualización constante y realista del censo
de nuestras hermandades, del que inevitablemente se
han de eliminar tanto a los hermanos finados como a
los que constituyen casos de secular morosidad dentro
de la corporación; siempre y cuando, claro está,
se le avise antes del modo adecuado de su situación
para con las cuentas de la hermandad y la disposición
de ésta de mandarlo a freír espárragos
si no se justifica del modo adecuado. Eso entra de lo
estrictamente necesario para la buena gestión
de nuestras hermandades. Pero a eso, les decía,
no me refería yo.
Hay secretarios con el lápiz rojo demasiado
rápido a la hora de tachar tal o cual nombre
del listado de hermanos. Sospechosamente rápido.
Irresponsables que, anteponiendo sus filias y sus odios
personales a los intereses reales y objetivos de la
hermandad a la que pertenece y gestiona desde la Junta
de Gobierno, no dudan en aprovechar la más mínima
excusa para poner de patitas en la calle a Fulano de
Tal, que resulta un auténtico incordio para él
y para su Junta. Un ejercicio en toda regla de la purga
estalinista más despreciable. El procedimiento
que siguen es sencillo. Basta con controlar los recibos
del indeseable en cuestión, pues el retraso en
el pago de alguna anualidad fundamenta, según
ellos, la baja inmediata del individuo. Aunque el hermano
haya avisado de la imposibilidad de afrontar el pago,
bien por falta de numerario, bien por incompatibilidad
con los métodos de cobro arcaicos –ya me
dirán si no es típico que el cobrador
de la hermandad siempre venga cuando no estamos en casa,
o porque residimos temporalmente fuera de nuestro domicilio
actual–. Da igual. Se le da de baja igual, con
la misma impunidad. Un tachón aquí, y
listos.
Eso precisamente le ha pasado a un buen amigo recientemente.
El siempre ha sido de esos que incordian a los que mandan
porque desde que era un chavalillo ya sabía más
que ellos. Su viva curiosidad, su extraordinaria capacidad
para aprender, su ágil inteligencia bien nutrida
de cultura y su eléctrica capacidad para la crítica
lo hacían incómodo para quienes en su
hermandad escudaban su estulticia en varas doradas y
cargos de junta. Y para colmo, el tío, era carismático.
Quiero decir que uno nombraba a esa hermandad y todo
el mundo mentaba a mi colega como referente más
ilustre y querido de sus filas. Era –lo es todavía–
agradable y simpático, además de buen
cofrade. Así que imagínense toda la quina
que tragaban con él los que no lo soportaban.
Tanta que un día, hace un par de semanas, decidieron
no hacer caso al ruego que mi amigo les elevaba solicitando
una domiciliación bancaria como método
de pago más cercano a sus necesidades, pues por
su situación personal y laboral actual se ve
impedido de ir a la casa de hermandad a arreglar la
cosa pecuniaria. No vale, le dijeron. Te damos de baja,
por moroso. Lo sentimos, sentenciaron hipócritamente.
Y el otro, grande, inteligente y admirable, como siempre
fue, cogió y se dio media vuelta sonriendo para
sus adentros. Pues vale, pensó. Para vosotros
la hermandad y el cortijo que os habéis montado
en su nombre. Para vosotros, que yo no os necesito,
imbéciles. Mi devoción no necesita justificarse
en censo alguno ni pasar por ninguna caja.
Así que ahora él se limita a hacer lo
que siempre hizo: mantener intacta su fe y guardar respeto
y cariño a la Hermandad que lo ha expulsado.
Como si fuera un hermano más, porque realmente
lo es, más allá de censos y recibos. Dando
toda una lección –otra más, amigo–
de cofradierismo, honradez y humildad, a una Hermandad
que se queda en manos de gente envilecida y estúpida
que ha logrado privarla de sus más válidos
cofrades. Y qué quieren que les diga. Peor para
ellos. Peor para todos.