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La purga
José Antonio Dominguez Mateos

Parece mentira que, tal y como está el patio, ciertas hermandades tengan cierta ligereza a la hora de dar de baja a determinados hermanos. Conste que no me refiero a esos casos flagrantes donde el hermano no paga un recibo desde el día después de apuntarse en la cofradía. Soy defensor de la actualización constante y realista del censo de nuestras hermandades, del que inevitablemente se han de eliminar tanto a los hermanos finados como a los que constituyen casos de secular morosidad dentro de la corporación; siempre y cuando, claro está, se le avise antes del modo adecuado de su situación para con las cuentas de la hermandad y la disposición de ésta de mandarlo a freír espárragos si no se justifica del modo adecuado. Eso entra de lo estrictamente necesario para la buena gestión de nuestras hermandades. Pero a eso, les decía, no me refería yo.

Hay secretarios con el lápiz rojo demasiado rápido a la hora de tachar tal o cual nombre del listado de hermanos. Sospechosamente rápido. Irresponsables que, anteponiendo sus filias y sus odios personales a los intereses reales y objetivos de la hermandad a la que pertenece y gestiona desde la Junta de Gobierno, no dudan en aprovechar la más mínima excusa para poner de patitas en la calle a Fulano de Tal, que resulta un auténtico incordio para él y para su Junta. Un ejercicio en toda regla de la purga estalinista más despreciable. El procedimiento que siguen es sencillo. Basta con controlar los recibos del indeseable en cuestión, pues el retraso en el pago de alguna anualidad fundamenta, según ellos, la baja inmediata del individuo. Aunque el hermano haya avisado de la imposibilidad de afrontar el pago, bien por falta de numerario, bien por incompatibilidad con los métodos de cobro arcaicos –ya me dirán si no es típico que el cobrador de la hermandad siempre venga cuando no estamos en casa, o porque residimos temporalmente fuera de nuestro domicilio actual–. Da igual. Se le da de baja igual, con la misma impunidad. Un tachón aquí, y listos.

Eso precisamente le ha pasado a un buen amigo recientemente. El siempre ha sido de esos que incordian a los que mandan porque desde que era un chavalillo ya sabía más que ellos. Su viva curiosidad, su extraordinaria capacidad para aprender, su ágil inteligencia bien nutrida de cultura y su eléctrica capacidad para la crítica lo hacían incómodo para quienes en su hermandad escudaban su estulticia en varas doradas y cargos de junta. Y para colmo, el tío, era carismático. Quiero decir que uno nombraba a esa hermandad y todo el mundo mentaba a mi colega como referente más ilustre y querido de sus filas. Era –lo es todavía– agradable y simpático, además de buen cofrade. Así que imagínense toda la quina que tragaban con él los que no lo soportaban. Tanta que un día, hace un par de semanas, decidieron no hacer caso al ruego que mi amigo les elevaba solicitando una domiciliación bancaria como método de pago más cercano a sus necesidades, pues por su situación personal y laboral actual se ve impedido de ir a la casa de hermandad a arreglar la cosa pecuniaria. No vale, le dijeron. Te damos de baja, por moroso. Lo sentimos, sentenciaron hipócritamente. Y el otro, grande, inteligente y admirable, como siempre fue, cogió y se dio media vuelta sonriendo para sus adentros. Pues vale, pensó. Para vosotros la hermandad y el cortijo que os habéis montado en su nombre. Para vosotros, que yo no os necesito, imbéciles. Mi devoción no necesita justificarse en censo alguno ni pasar por ninguna caja.

Así que ahora él se limita a hacer lo que siempre hizo: mantener intacta su fe y guardar respeto y cariño a la Hermandad que lo ha expulsado. Como si fuera un hermano más, porque realmente lo es, más allá de censos y recibos. Dando toda una lección –otra más, amigo– de cofradierismo, honradez y humildad, a una Hermandad que se queda en manos de gente envilecida y estúpida que ha logrado privarla de sus más válidos cofrades. Y qué quieren que les diga. Peor para ellos. Peor para todos.


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